martes, 13 de octubre de 2009
lunes, 5 de octubre de 2009
FRANCISCO DE GOYA Y LUCIENTE
Pintor y grabador español. Goya fue el artista europeo más importante de su tiempo y el que ejerció mayor influencia en la evolución posterior de la pintura, ya que sus últimas obras se consideran precursoras del impresionismo. Goya aprendió de su padre el oficio de dorador, pero, decidido a dedicarse a la pintura, se trasladó a Madrid para formarse junto a Francisco Bayeu , Goya empezó a pintar retratos y obras religiosas que
le dieron un gran prestigio, hasta el punto de que en 1785 ingresó en la Academia de San Fernando y en 1789 fue nombrado pintor de corte por Carlos IV. Goya trabajó como retratista no sólo para la familia real, sino también para la aristocracia madrileña, y de hecho entre estos retratos se encuentran algunas de sus obras más valora
das, como La condesa de Chinchón o las famosas La maja vestida y La maja desnuda; sobre estas últimas dice la leyenda popular que representan a la duquesa de Alba, quien habría mantenido con el artista una relación de tintes escandalosos. En los retratos de Goya destaca, en líneas generales, su atento estudio de las posturas y las expresiones, así como los contrastes de luces y sombras que realzan la figura del protagonista
siglo XVIII :
-Durante el reinado de Carlos III se realizan importantes reformas que consiguen mejorar el país. La influencia cultural de la Ilustración francesa llega a través de la Corte Real; los monarcas se convierten en protectores de las Artes y de las Letras. Reflejo de esta preocupación cultural son las numerosas instituciones que, a imitación francesa, se crean en nuestro país durante el Siglo de las Luces: la Real Academia Española, la Biblioteca Nacional, la Real Academia de la Historia , el Museo del Prado...-La Revolución francesa, las guerras napoleónicas que azotan Europa y la crisis interna de los sistemas de Antiguo Régimen, provocan la pérdida de la fe en la Razón. Como reacción, aparece una nueva sensibilidad que se caracteriza por conceder un valor primordial al sentimiento, la exaltación de las pasiones, la intuición, la libertad imaginativa y al individuo. El romanticismo es, ante todo, una manera de sentir. El Romanticismo se opone al carácter encorsetado del siglo anterior, rompiendo con las reglas de toda índole. Su temática busca la evasión, los lugares lejanos y las épocas pasadas. Algunas causas como la guerra de la independencia griega gozan de un gran predicamento entre los románticos. Entre sus máximos exponentes se encuentran los franceses Géricault y Delacroix, los ingleses Constable y Turner, que anticipa el impresionismo, y el germano Friedrich.Los términos “clásico” y “romántico” son utilizados como términos críticos al arte de cada época. A mediados del siglo XVIII, aparece una división entre lo clásico y lo romántico a partir de la obras de Burke y Winckelmann. Los clasicistas creían que el arte debía buscar la noble simplicidad y la sosegada grandeza. Los románticos, por el contrario, creían que el arte debe sustentar emociones.El término romántico tiene diferentes interpretaciones: peyorativas o laudatorias. El término se acuñó a finales del siglo XVIII para definir una nueva actitud artística que quería poner de relieve lo local y lo individual frente al universalismo, y lo emotivo frente a lo racional. Se propugna la experiencia y romper con el arte mimético y las copias.Aunque los historiadores suelen separar los estilos, lo cierto es que el Romanticismo y el Clasicismo se combinan. El fin podría fijarse con el comienzo del Realismo, aunque resurgían con el Simbolismo.El Romanticismo es un movimiento artístico y literario que apareció al final del siglo XVIII y principios del XIX, que dio fuerza, emoción, libertad e imaginación a la clásica corrección de las formas del arte, fue una rebelión contra las convenciones sociales.El siglo XIX es políticamente bastante comprometido se producen movimientos independentistas, se desarrolla el nacionalismo, la industrialización, el nacimiento de la burguesía. En el campo del arte se renueva la arquitectura con la aparición del hierro que ofrece nuevas posibilidades y surge la arquitectura utilitaria. También aparece la fotografía que pone de moda la realidad.
OBRAS DE GOYA , PERSONAJES HISTORICOS :
FUSILAMIENTO DEL 2 DE MAYO
El acontecimiento plasmado en el cuadro ocurrió en 1808. Napoleón había invadido España y la casa real tenía que seguir sus órdenes. El 2 de mayo de 1808, una parte del pueblo de Madrid intenta evitar la salida del infante Don Francisco de Paula hacia Francia ordenada por los franceses. La situación se descontroló y las tropas francesas dispararon contra los madrileños, en lo que se conoce como el levantamiento del 2 de mayo. El estallido de la Guerra de la Independencia en mayo de 1808 supone un grave conflicto interno para Goya, ya que su ideología liberal le acerca a los afrancesados y a José I, mientras que su patriotismo le atrae hacia los que están luchando contra los franceses.
SATURNO DEBORANDO A SUS HIJOS
Saturno devora a sus hijos para evitar que le destronen en el futuro.
Es una de las pinturas al óleo sobre revoco que formo parte de la colaboración de los muros de la casa que Francisco de Goya adquirió en 1819 llamada la quinta del sordo y por tanto pertenece ala serie de la pinturas negras
CARGA DE LOS MAMELUCOS
El Levantamiento del dos de mayo, ocurrido en 1808, es el nombre por el que se conocen los hechos violentos acontecidos en Madrid (España) aquella jornada, surgidos por la protesta popular ante la situación de incertidumbre política generada tras el Motín de Aranjuez. Reprimida la protesta por las fuerzas napoleónicas presentes en la c iudad, se extendió por todo el país una ola de proclamas de indignación y llamamientos públicos a la insurrección armada que desembocarían en la Guerra de Independencia Español.
Antecedentes :Tras la firma del Tratado de F
ontainebleau el 27 de octubre de 1807 y la consiguiente entrada en España de las tropas aliadas francesas de camino hacia Portugal, y los sucesos del Motín de Aranjuez el 17 de marzo de 1808, Madrid fue ocupada por las tropas del general Murat
el 23 de marzo. Al día siguiente, se produce
la entrada triunfal en la ciudad de
Fernando VII y su padre, Carlos IV, que acababa de ser forzado a abdicar a favor del primero. Amb
os son obligados a acudir, para reunirse c
on Napoleón, a Bayona, don
de se producirá el hecho histórico conocido como las Abdicaciones de Bayona, que dejar
án el trono de España en
manos del hermano del emperador,
Jos
é Bonaparte
Mientras tanto, en Madrid se constituyó.
una Junta de Gobierno como representación del rey Fernando VII. Sin embargo, el poder efectivo quedó en manos de Murat, el cual redujo la Junta a un mero títere, simple espectado
r d
e los acontecimientos. El 27 de abril Murat solicitó, supuestamente en nombre de Carlos IV, la aut
orización para el traslado a Bayona de los do
s hijos de éste que quedaban en la ciudad, María Luisa, reina
de Etruria, y el infante Francisco de Paula.
Si bien la Junta se negó en un principio, tras una
reunión en la noche d
el 1 al 2 de mayo, y ante las instrucciones de Fernando VII llegadas a través de un emisario desde Bayona, finalmente cedió.
LA MAJA DESNUDA
Maja Desnuda” y “La Maja Vestida”. Como la “Mona Lisa” de Leonardo da Vinci, estas dos pinturas inspiraron populares leyendas en la historia del arte. L
a mayor parte de los críticos creen que las dos pinturas representan a la viuda duqu
esa de Alba, una mujer rica y poderosa que mantenía una relación estrecha con el pintor. Esta mujer, 16 años menor que el artista, era famosa por su naturaleza cap
richosa. Su esposo fallecido había sido el patrón de Goya y, después de su muerte, ella se retiró con el artista a A
ndalucía. Es por eso que se ha supuesto que la duques
a de Alba posó para esta pintura erótica “La Maja Desnuda” (1800
). Su otra pintura, “La Maja Vestida”, que pintó tres años antes (en 1979) fué la primera, también da pistas sobre el hecho de su rel
ación estrech a con esta mujer. Pero Goya tampoco es
considerado un mujeriego maniaco-depresivo, desde el punto
de vista de los críticos actuales. A pesar de que estas obras fueron
sus más destacadas, también pasó a la historia por sus
pinturas más oscuras.
FAMILIA DE CARLOS IVLa Familia de Carlos IV supone la culminación de todos los retratos pintados por Goya en esta época. Gracias a las cartas de la reina María Luisa de Parma a Godoy conocemos paso a paso la concepción del cuadro. La obra fue realizada en Ara njuez desde abril de 1800 y durante ese verano. En ella aparecen retratados, de izquierda a derecha, los s igu ientes personajes: Carlos María Isi dro, hijo de Carlos IV y María Luisa de Parma; el futuro Fernando VII, hijo primogénito de la real pareja; Goya pintando, como había hecho Velázquez en Las Meninas ; Doña María Josefa, hermana de Carlos IV; un personaje desconocido que podría ser destinado a colocar el rostro de la futura esposa de Fernando cuando éste contrajera matrimonio, por l o que aparece con la cabeza vuelta; María Isabel, hija menor de los reyes; la reina María Luisa de Parma en el centro de la escena, c omo señal de poder ya que era ella la que llevaba las riendas del Estado a tr avés de Godoy; Francisco de Paula de la mano de su madre, de él se decía que tenía un indecente parecido con Godoy; el rey Carlos IV, en posición av anzada respecto al grupo; tras el monarca vemos a su hermano, Don Antonio Pascual; Carlota Joaquina, la hija mayor de los reyes, sólo muestra la cabez a; cierra el grupo D. Luis de Parma; su esposa, María Luisa J osefina, hija también de Carlos IV; y el hijito de ambos, Carlos Luis, en brazos de su madre. Todos los hombres retratados portan la Orden de Carlos III y algunos también el Toisón de Oro, mientras que las damas visten a la moda Imperio y ost entan la banda de la Orden de María Luisa. Carlos IV también luce la insignia de las Ordenes Militares y de la Orden de Cristo de Portugal. Alrededor de esta obra exi ste mucha literatura ya que siempre se considera que Goya ha ridiculizado a los personajes regios. Resulta extraño pensar que nuestro pintor tuviera intención de poner en ridículo a la familia del monarca; incluso existen documentos en los que la reina comenta que están quedando todos muy propios y que ella estaba muy satisfecha. Más lógico resulta pensar qu e la fa milia real era así porque, de lo contrario, el cuadro hubiese sido destruido y Goya hubiese caído en desgracia, lo que no ocurrió. El artista recoge a los personajes como si de un friso se tratara, en tres grupos para dar mayor movimiento a la obra; así, e n el centro se sitúan los monarcas con sus dos hijos menores; en la derecha, el gr upo presidido por el príncipe heredero realizado en una gama fría, mientras que en la i zquierda los Príncipes de Parma, en una gama caliente. Todas las figuras están envueltas en una especie d e niebla dorada que pone en relación la obra con Las Meninas. Lo que más interesa al pintor es captar la personalidad de los retratados, fundamentalmente de la reina, verdadera p rotagonista de la composición, y la del rey, con su carácter abúlico y ausente. La obra es un documento humano sin parangón. Estilísticamente destaca la pincelada tan suelta empleada por Go ya; desde una distancia prudencial parece que ha detallado todas y cada una de las condecoraciones, pero al acercarse se aprecian claramente las manchas. Goya, a diferencia de Velázquez en Las Meninas, ha renunciado a los jue gos de perspectiva pero gracias a la luz y al color consigue dar variedad a los volúmenes y ayuda a diferenciar los distintos planos en profundidad. Fue la primera obra de Goya que entró en el Museo del Prado, siendo valorada en 1834 en 80.000 reales.
La primera referencia documental que se tiene sobre esta obra es del año 1828, fecha de la publicación del Catálogo d e las pinturas y esculturas de la Real Academia de San Luis de Zaragoza, redactado por N. Lalana y T. Llovet, en el que aparece con el número 22, que todavía es visible sobre el lienzo en el ángulo inferior derecho, e identificado como Retrato d e Francisco Bayeu por su propia mano. En el catálogo de la exposición conmemorativa del primer centenario de la muerte de Goya, celebrada en el Museo de Zaragoza en 1928 aparece ide ntificado como Autorretrato de don Francisco Bayeu y justifican que "para atribuir a D. Francisco Bayeu esta hermosa producción se funda la Ac ademia en el catálogo razonado que de las obras de su Museo redactaron en 1828 profesores contemporáneos de Bayeu y de Goya". En esas fechas ya se había adjudicado la autoría de la obra a Goya por parte de algunos autores como Beruete y Mayer.
Lo cierto es que no conocemos la fuente de ingreso de e sta pintura en los fondos de la Academia. Es razonable pensar que entró a través de u na donación del entorno de los Bayeu y que, por consiguie nte, se le atribuyera no sólo la propiedad sino también la auto ría. Pero no olvidemos que, en el entorno familiar de los Bayeu, Goya está presente al me nos desde 1763 y de sus primeras etapas el maestro conservaría algún trabajo considerado menor y por lo tanto anónimo.
Lalana y Llovet no esgrimen argumentos y hay que tener presente que en la redacción de su catálogo hay atribuciones confusas, incluso entre los que podemos considerar sus contemporáneos. Así pues el argumento documental, sin demasiada fuerza desde mi punto de vista, adjudica esta obra a la mano del suegro de Goya si n más justificación. Desde el punto de vista artístico, y al margen de las identificaciones, no cabe duda de la calidad excepcional de este retrato.
Se nos presenta como un estudio sin concluir en el que se observa un preciso dibujo y un estudiado efecto lumínico, con un claroscuro muy marcad o. El gran sombrero oscuro deja en sombras parte del rostro, lo que no resta expresividad a la mirada y, sin embargo, realza el modelado de la zona ilu minada, destacando el tratamient o de la boca, cuyo rictus y carnosidad concentra junto con la mirada toda la fuerza psicológica del personaje. Ironía o escepticismo parece reflejarse en est e rostro de gran carga expresiva y naturalidad, que establece una fácil comunicación con el espectador y nos parece tan cercano.
Este sombrero, muy popular en la indumentaria dieciochesca, aparece de forma repetida en escenas en las que Goya refleja ambientes populares, La c aza de la codorniz, El juego de pelota o Los zancos, p or ejemplo. El recurso de la sombra del ala ocultando la mirada está presente en el personaje central de La caza de la codorniz, entre los m ajos de La maja y los embozados y este efecto lo desarrolla en la luz tamizada sobre el rostro femenino de El quitasol e incluso en la mujer con sombrero de La gallina ciega.
Sin embargo estamos ante un boceto, un estudio preliminar, como lo prueba el que quede a la vista la capa pictórica de preparación, la imprimación r ojiz a , tan característica de Goya pero también de la escuela aragonesa en la que se forma con Luzán y Bayeu. Es un boceto acabado. Algo similar a lo que reali za Mengs en sus estudios de cabezas, como la del papa Clemente XIII, la de María Luisa de Barbón, ambas en colecciones pa rticulares, o las de apóstoles conservados en el Museo del Prado (N.I.2202/2203).
En un examen detallado de la obra pudo comprobarse qu e la tela era de buena calidad, gruesa y muy tupida, y que esa capa preparatoria de ocre rojo no la cubría en su totalidad, lo que no es de extrañar tratándose de un boceto. La exquisita soltura del pincel, los estratégicos empastes, los efectos de penu mbra y claroscuro, la naturalidad expresiva del personaje y el efecto de lo inacabado dan a esta obra un toque de modernidad.
Los datos sobre su ingreso en el Museo son los mismos que hemos expuesto para el cuadro de La Virgen del Pilar, con el que siempre formó pareja.
Pintura de tema religioso que representa a San Francisco Javier en el momento de su muerte. Este santo jesuita es uno de los primeros discípulos de San Ignacio de Loyola y el gran misionero de la Compañía de Jesús en Oriente, por tierras de la In dia y Japón, donde murió. En la isla de Shang-Chuan, frente a las costas de China, fue desembarcado por navíos portugueses tal como lo narra la escena, en la que aparece el santo bajo un cobertizo de ramas, con el océano de fondo y las naos ale jándose en lontananza.
Viste el hábito oscuro de los jesuitas, encima lleva esclavina de peregrino con la concha y una mancha roja representando al cangrejo que, según cuenta la leyenda, le recuperó en cierta ocasión del fondo del mar su crucifijo perdido y se convirtió posteriormente en uno de sus atributos. Tras él se distingue, reposando en el suelo, el bordón o cayado de mano. El santo jesuita murió, solo, con la única compañía de su crucifijo y la mirada puesta en el cielo. Se trata de una iconografía tradicional recogida ya por autores ant eriores.
La composición está resuelta a base de amplias manch as de color dentro de una equilibrada combinación cromática. Destaca el volumen del cuerpo trazado de forma muy esquemática, lo que contrasta co n el tratamiento que reciben el rostro, las manos e incluso los pies del santo. Una luz cenital, desde lo alto, le ilumina la cabeza y las manos. Sobre esa luz, que parece irradiar de él mismo, se recorta el crucifijo perfilado por un levísimo trazo blanco que define el lado iluminado y que deja la cara posterior, la que nosotros vemos, en sombra. Toda la fuerza expresiva se logra gracias a un detallado modelado que se centra en las manos aferradas al crucifijo y en el rostro, de macrado por la enfermedad pero sereno y expectante.
El resto de la escena se resuelve a base de pinceladas sue ltas, diluidas y con un gran efecto de luz en las nubes, que dejan traslucir la preparación rojiza del lienzo, en perfecta armonía con la encarnación del cuerpo de los ángeles.
Este cuadro, como ya apuntamos, se adquirió con el de la Virgen del Pilar a una descendiente de Goya. Se trata de dos obras concebidas para el culto familiar al mismo tiempo, como lo demuestra la asociación de los bocetos de las mismas en páginas contiguas en el Cuaderno italiano, y que el pintor debió de realizar para sus padres a su regreso de Italia. En este caso el somero dibujo a lápiz negr o difiere algo de lo que resu ltó ser la obra definitiva, pues aparece el santo recostado sobre su brazo derecho mirando el crucifijo, cuando en el cuadro yace boca arriba.
La devoción familiar al santo jesuita viene sin duda alguna refren dada por la onomástica que se recoge en la secuencia genealógica familiar de Goya. El nom bre de Francisco y Francisca es habitual en la rama de los Lucientes. Se conoce la existencia de una tía materna del pintor con este nombre así como un Francisco Lucientes; ambos ingresan en 1764 en la Casa de Locos dependiente del Hospital Real y General de Nuestr a Señora de Gracia de Zaragoza. La tradición se mantiene con el propio Goya, que recibe los nombres de Francisco José por su madrina de bautismo, Fran- cisca de Grasa, y por su padre José Goya respectivamente; y con su hijo menor, y el único que le sobrevivió, Francisco Javier Goya Bayeu.
Por nuestra parte, seguimos considerándola de hacia 1771-1775, datación con que la presentamos cuando se exhibió por primera vez (Zaragoza 1986) basándonos de un lado en el fuerte italianismo de la composición y del canon de las figuras, así como en su semejanza técnica con algunos de los primeros cartones entregados por Goya para servir de modelos en la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara y especialmente con algunos de sus bocetos, como por ejemplo La riña en el Mesón del Gallo, anterior a a gosto de 1777 (Arnaiz Tejedor, 1987). Esta datación de 17 71-1775, ha sido seguida recientemente por Juliet Wilson Bareau (Madrid, 1993).
Su influencia iconográfica italiana queda claramente demostrada con la estricta semejanza entre la postura de Cristo y el Adán que vemos en el dibujo de la Expulsión del Paraíso -brutalmente repasado a tinta- que figura entre los contenidos en el llamado Cuaderno italiano, recientemente adquirido y en el que Goya dejó numerosos datos y recuerdos de su viaje por Italia (Madri d 1994), entre ellos una serie de dibujos de tema bíblico -entre ellos el citado- de una delicadeza y precisión técnica que hace pensar que o bien se deban a otra mano que la de Goya o que sean de época mucho más tardía, ya que de otra forma obligarían a revisar la catalogación y datación de los dibujos del maestro.
El bautismo de Cristo presenta un interés añadido, ya que la radiografía practicada muestra que no sólo Goya modificó la postura de Cristo, que e n un principio era genuflexa, sino que al tratarse de un lienzo reutilizado varias veces por el artista (una gran mano aparece por el lado superior), nos ofrece en su ángulo inferior izquierdo e invirtiéndola en el sentido arriba-abajo una de las típicas cabezas barbadas de origen giaquintesco muy semejante a las que vemos en algun os cuadros de Goya que, como ya se ha señalado en la ficha de La Triple Generación, subyacen bajo la capa pictórica visible y que han sido puestos de relieve por la radiografía (Arnaiz Tejedor 1987), todo lo cual fue considerado por la crítica de un especial interés (Torralba Soriano, 1986) y ha servido recientemente para enju iciar la autenticidad de los dos ejemplares de Las majas al balcón, sobre los que ha habido una reciente polémica en Nueva York (Arnaiz Tejedor, 1992).
Este Cristo crucificado, fue desde el principio, una de las obras más conocidas y admiradas de Goya por su calidad, pero también una de las más discutidas como imagen religiosa. Pero la pintura, hay que tenerlo en cuenta, fue realizada para que su autor pudiese ingresar en la Academia. Por lo cual la obra debería gustar y contentar a todos los académicos, además de satisfacer el gusto erigido en estilo oficial de la Academi a, cuyas normas y criterios imponían en aquel momento los pintores Mengs y Bayeu. Goya hábilmente presenta una obra recurriendo a dos tópicos muy precisos; por un lado, el tema de Cristo y todo cuanto representa en España; por el otro, recurrir a la figura desnuda y modelarla con precisión y justeza, según exigía la Academia. También utilizará el pintor, como mera fuente de inspiración y referencia, el modelo iconográfico del Cristo de Mengs, de Aranjuez, eliminando todo fondo de paisaje, para aproximarse tam bién de alguna manera al Cristo de Velázquez, del Prado. Goya buscó con esa aproximación a Mengs su favor, pues no olvidemos que en esos momentos tenía este pintor gran influencia en los círculos académicos y el aragonés pensó, sin duda, que esa deferencia podía serle beneficiosa.
Esta pintura que tuvo buena prensa cuando Goya la pintó, no la ha tenido tanto a lo largo del siglo XX. Pero a pesar de todas las discusiones acerca de la misma, lo cierto es que hay en ella grandes hallazgos y brillantes soluciones plásticas. Utilizando la habitual iconografía del crucificado con cuatro clavos, nos presenta el pintor un a robusta cruz, sobre la cual se muestra un cuerpo joven y hermoso, con la pierna derecha un poco adelantada y los pies firmemente apoyados sobre una peana. Ante nosotros tenemos una figura armoniosa y ondulada, que no presenta signo alguno de violencia externa o restos de sangre, salvo en la cabeza que inclina suavemente hacia la izquierda. De alguna manera esta hermosa imagen de Cristo, aún partiendo de pr esupuestos y esquemas anteriores, se aleja totalmente de los tópicos y soluciones efectistas del barroco español. Hay un nuevo concepto espacial en esta pintura y un mayor pictoricismo, donde los matices se revalorizan y cobran un mayor protagonismo las transparencias y veladuras, desapareciendo las líneas y los contornos del dibujo.
La disposición de la figura de Cristo sobre un fondo oscuro y neutro da como resultado la aparición de una imagen serena, carente de dramatismo y forzadas emociones. El desnudo del Crucificado se convierte en un desnudo académico que, sutilmente modelado, hace que la anatomía del cuerpo se resuelva con unas carnaciones a base de tonos azul-rosados, que dan unas calidades perladas y matizadísimas a la piel, que consigue una tibieza casi humana. Es muy hábil el juego de sombras y transparencias con el cual el pintor consigue el perfecto modelado del cuerpo, cuyos músculos aparecen pintados con delicadas gradaciones y exentos de toda tensión. Esta imagen no tiene la crispación de la agonía, pero carece del reposo de la muerte. Tan sólo la cabeza parece tener vida propia, sus ojos miran hacia el cielo y de su boca abierta parece salir un callado grito. En esa cabeza ha centrado el pintor toda la fuerza expresiva del Cristo, en esa dolorosa y sufriente mueca que, para potenciarla más, recurre Goya a una técnica más suelta y expresiva, más cargada de pasta y con un modelado más fuerte. Con ese contraste del rostro, Goya empieza a emplear su sistema de pinturas ambiguas, en las que junto a la belleza de una parte -en este caso el cuerpo- contrapone la expresividad y violencia manchista, que aquí imprime a la cabeza.
Con frecuencia se ha hablado de la falta de sentido religioso en esta representación de Cristo. Posiblemente Goya se preocupó más por la calidad pictórica y el perfecto modelado de la figura, así como de obtener esa fuente de luz natural que parece emanar del cuerpo del crucificado y centra nuestra atención en Él. Sea como fuese, el Cristo crucificado no fue concebido como una imagen de culto y devoción para colgarse en un altar de iglesia. Fue una pintura realizada expresamente para cumplir un objetivo, que era la entrada triunfal de Goya en la Academia.
Ambos retratos fueron encargados al pintor por una real orden de 20 de septiembre de 1814, a propuesta del aragonés Martín de Garay y Perales, que unos días antes había sido nombrado protector del Canal Imperial de Aragón y Real de Tauste, para colocarlos en la sede zaragozana de la institución. Se trataba de un encargo oficial y ambos retratos estarían destinados a representación institucional; en ellos estarían las efigies de los dos hombres que mayor poder tenían en la España de la restauración absolutista. Goya los pintó en la primera mitad del año 1815 y cobró por ellos de la Contaduría del Canal, por medio del presbítero José Blanco, la suma de 19.080 reales de vellón en julio de ese año.
Este retrato de Fernando VII es la mejor versión que hizo Goya de la efigie del Deseado, superior a las que guardan los museos del Prado, Santander y Navarra. Aparece revestido con el manto rojo, con piel de armiño. En el pecho luce el collar con el Toisón de Oro y bajo el manto lleva cruzada la banda azul y blanca de la Real Orden de Carlos III; además se aprecian varias condecoraciones en la casaca de capitán general. En su mano izquierda porta la bengala del mando supremo del ejército y con la otra se apoya en el sable, en una pose algo teatral. Tras él, sobre un cojín, aparece la corona que completa la simbología regia.
Para el rostro del monarca se valió Goya de un estudio previo de la cabeza, que le sirvió para todos los retratos oficiales del monarca y que seguramente es el que hoy está en la colección madrileña del duque de Tamames. Goya resaltó con naturalismo sus facciones, pero sin profundizar en lo psicológico. De acusada fealdad, rasgos casi caricaturescos y mirada desconfiada, Fernando VII era una persona voluble y arbitraria, que sólo confiaba en su grotesca camarilla formada por algunos aristócratas, empleados aduladores y personajes de baja estofa.
La factura es muy resuelta, a base de amplios barrastrones y densas pinceladas, especialmente en las calidades táctiles del manto. La factura de las orlas y entorchados bordados en oro, de las condecoraciones y de la empuñadura de la espada la consigue mediante pinceladas cortas y nerviosas. El espacio lo recreó Goya con maestría mediante el juego claroscural.
La vida y obra de Francisco de Goya se extiende a lo largo del reinado de tres Borbones, los monarcas Carlos III (1759-1788), Carlos IV (1789-1808) y Fernando VII (1808-1833). La situación del país a comienzos del Siglo XVII, tras la Paz de Utrecht, es muy diferente de la existente a la muerte de Carlos III. En esta época, la población aumenta notablemente, pasando de 9.300.000 habitantes en 1750 a 11.500.000 de habitantes en 1797.El siglo XVIII es llamado el siglo de las reformas. La situación europea, a la que no resultaba ajena España, tras las guerras del XVII, demandaba actuaciones que mejorasen la situación existente en la economía, la sociedad y la política. Estas acciones fueron llevadas a cabo en España por el movimiento político conocido como Ilustración española.Los Borbones adoptan la forma de gobierno conocida generalmente como "despotismo ilustrado". Se rodean de un gabinete, normalmente formado por miembros de la nobleza baja, que llevan el peso de la burocracia estatal, como Esquilache, Floridablanca, Aranda o Godoy. De esta forma, la monarquía fortalece los secretarios de estado y despacho, excluyendo a la alta nobleza de los puestos de responsabilidad y del poder que de ellos emanaba, buscando una administración competente y completamente subordinada al poder real. Otra de la novedades introducidas es la aparición de la figura del intendente como instrumento de la monarquía en todos los campos de la actividad económica y social. La Hacienda se reforma, pasa a depender de secretarios, y se modifican los regímenes fiscales de los reinos de España, con la introducción de nuevos impuestos. En 1782 se funda el Banco de San Carlos.En la segunda mitad del siglo XVIII se multiplican las acciones encaminadas a mejorar las condiciones comerciales y la incipiente industria. Se eliminan los puertos secos y se mejoran las comunicaciones, se abren más puertos al comercio americano... Se crean fábricas reales, y se favorece la creación de nuevas fábricas, tanto de lujo como de manufacturas. La reforma del ejército y de la marina fueron favorecidas por la construcción de numerosas factorías y maestranzas, así como astilleros. El resurgir de la flota favoreció la recuperación del comercio marítimo con las colonias americanas.Compleja es la situación del mundo rural. Prosigue el enfrentamiento entre agtricultura y ganadería. Se necesita aumentar la producción agrícola, lo que entra en colisión con la preponderancia de la Mesa. Las tímidas reformas emprendidas pretendían realizarse sin afectar a las clases altas propietarias de grandes cantidades de terreno, lo que supuso su fracaso.La nobleza, gran propietaria, mantiene sus privilegios jurisdiccionales., basados en el régimen de señorío. En la poblaciones de mayor tamaño existían ayuntamientos, formados por regidores bajo la autoridad de un corregidor. Carlos III introdujo la presencia del pueblo llano mediante la elección de procuradores y/o diputados del común, elegidos mediante sufragio indirecto.La Iglesia mantiene, la jurisdicción sobre las tierras y territorios que le son propios. Las relaciones con el poder real resultaron difíciles. Momento crucial fue la expulsión de la Compañía de Jesús de España, durante el reinado de Carlos III (decreto de 20 de marzo de 1767). Por contra, no puede olvidarse que la presencia del clero en los gobiernos borbónicos es continua.Todas estas reformas entran en crisis tras la guerra contra Napoleón. Las nuevas ideas comienzan a transformar la sociedad y la cultura, penetran en el ejército... los mecanismos políticos, sociales y económicos desarrollados en el siglo XVIII son insuficientes a comienzos del siglo XIX. A pesar de los intentos de Fernando VII, las propias reformas de sus antecesores y la influencia europea fueron los acicates para nuevos modelos, que se desarrollaron en el país, en la época liberal, a través de duros y sangrientos episodios.
Saavedra y Jovellanos intentaron poner en orden la Hacienda, dada la grave situación económica, agravada por los gastos de la guerra. Las leyes desamortizadoras sólo sirvieron para concentran más la propiedad, con el empeoramiento del nivel de vida en el medio rural.
El ascenso al poder de Napoleón supuso la firma del segundo Tratado de San Ildefonso. Godoy reaparece, al mando del ejército en la Guerra de las Dos Naranjas, contra Portugal. Nuevas tensiones marítimas provocaron la derrota de Trafagal (25 de octubre de 1805). Las alianzas de Godoy tuvieron vaivenes, hasta firmar con Napoleón el Tratado de Fointenebleau, por el que se unían para atacar Portugal y dividirlo en varias partes. Como consecuencia, los ejércitos franceses entran en la península y comienzan a apoderarse de las ciudades españolas.
Las tensiones internas se reflejan en el intento del príncipe Fernando, hijo de Carlos IV, para derrocar a éste y a Godoy. El Proceso del Escorial puso al descubierto toda la intriga, en el momento en que las tropas francesas llegaban a las puertas de Madrid. El "motín de Aranjuez" fué utilizado por la alta nobleza, apoyada en el pueblo y el ejército, para derrocar a Godoy, y obligar a Carlos IV a firmar su abdicación en favor del príncipe Fernando.
La situación socio-económica emperoró notablemente. Las pestes y fiebres en el sur de la Península redujeron la población en alto grado. Coincidió esta situación con las crisis agrarias provocadas por la sequía, con la falta de grano y pan, y las maniobras especulativas.La política económica siguió las líneas de Carlos III, con sus carencias y sus reformas superficiales. Las finanzas estatales se situaron al borde la bancarrota, por la crisis agraria y los gastos provocados por las guerras, y las interrupciones del comercio americano.
La presencia de tropas francesas en España, en virtud del tratado de Fontainebleau se había ido haciendo amenazante a medida que iban ocupando (sin ningún respaldo del tratado) diversas localidades españolas (Burgos, Salamanca, Pamplona, San Sebastián, Barcelona o Figueras). El total de soldados franceses acantonados en España asciende a unos 65.000, que controlan no sólo las comunicaciones con Portugal, sino también con Madrid, así como la frontera francesa.
La presencia de esta tropas terminó por alarmar a Godoy. En marzo de 1808, temiéndose lo peor, la familia real se retiró a Aranjuez para, en caso de necesidad, seguir camino hacia el sur, hacia Sevilla y embarcarse para América, como ya había hecho Juan VI de Portugal.
El 17 de marzo de 1808, tras correr por las calles de Aranjuez el rumor del viaje de los reyes, la multitud, dirigida por miembros del partido fernandino, nobles cercanos al Príncipe de Asturias, se agolpa frente al Palacio Real y asalta el palacio de Godoy, quemando todos sus enseres. El día 19, por la mañana, Godoy es encontrado escondido entre esteras de su palacio y trasladado hasta el Cuartel de Guardias de Corps, en medio de una lluvia de golpes. Ante esta situación y el temor de un linchamiento, interviene el príncipe Fernando, verdadero dueño de la situación, en el que abdica su padre al mediodía de ese mismo día, convirtiéndolo en Fernando VII.
Los acontecimientos de Aranjuez fueron los primeros estertores de la agonía del Antiguo Régimen en España. El pueblo había sido manipulado, pero en cualquier caso, su intervención fue decisiva, puesto que no sólo consiguió la renuncia de un ministro odiado (ya había ocurrido en el motín de Esquilache, en 1766), sino también la renuncia de un soberano y el acceso al trono de un nuevo rey, legitimado por la voluntad popular.
Estos hechos se conmemoran todos los años en las Fiestas de Aranjuez o del Motín, que tienen lugar la primera semana de septiembre coincidiendo con la feria local.
El conflicto puede estar incluido en el marco de la Guerra Peninsular sumándose al enfrentamiento precedente de Francia con Portugal y el Reino Unido, convulsionando toda la península Ibérica[1] hasta 1814.
La guerra de independencia española queda enmarcada en el amplio conflicto de las Guerras Napoleónicas y en la crisis del sistema del Antiguo Régimen, encarnado en la monarquía absoluta de Fernando VII, el conflicto se desarrolló sobre un complejo trasfondo de profundos cambios sociales y políticos impulsados por el surgimiento de la identidad nacional española y la influencia en el campo de los «patriotas» de algunos de los ideales nacidos de la Ilustración y la Revolución Francesa, paradójicamente difundidos por la élite de los afrancesados.
Los términos del tratado de Fontainebleau, firmado el 27 de octubre de 1807 por el primer Ministro Manuel Godoy, preveían de cara a una nueva invasión conjunta hispanofrancesa de Portugal, el apoyo logístico necesario al tránsito de las tropas imperiales, que al mismo tiempo fueron tomando posiciones en importantes ciudades españolas según los planes de Napoleón, quien, convencido de contar con el apoyo popular, había resuelto forzar el derrocamiento de la dinastía reinante tradicional, situación a la que se llegaría por un cúmulo de circunstancias.
La noticia de estos hechos provocó la insurreción popular del dos de mayo de 1808, que se propagó rapidamente por toda España. La autoridad se localizó en ese momento en numerosas Juntas Locales, después en Juntas Provinciales y Central, para la defensa del país frente al enemigo francés. En estos momentos, la victoria del general Castaños en Bailén fuerza la retirada francesa hasta el Ebro, y desembarca un ejército inglés en Portugal. La llegada de Napoleón cambió la situación. Españoles e ingleses son derrotados en varias batallas (Tudela, Uclés), teniendo que retirarse al sur los españoles, y siendo obligados a reembarcar los ingleses. Es sitiada y conquistada Zaragoza. Tras las derrotas, España dejó de disponer de ejército.
El nuevo desembarco del futuro Duque de Wellington en Portugal se saldó con su retirada a Lisboa, el sitio de Cádiz, último bastión de resistencia española en el que se refugiaron las Cortes, y la ocupación del país por el ejército francés. A partir de 1811, el ejército inglés de Portugal derrota en varias ocasiones a los franceses (Torres Vedras, Ciudad Rodrigo), y en 1812 vence en Arapiles, llegando a Madrid, aunque se retira de nuevo a Portugal. José Bonaparte se reestablece en Madrid, pero se retira al norte durante 1813. Perseguido por Wellington, es derrotado en Vitoria y San Marcial, con lo que termina la guerra.
La guerra española puso de manifiesto dos nuevas manifestaciones del pueblo frente a las instituciones del Antiguo Régimen. Por un lado, la guerrilla, como forma de combate del pueblo llano frente a ejércitos profesionales. Por otro lado, la formación de nuevos órganos de gobierno, llamados Juntas, en los que se depositaba la voluntad política del pueblo, en un momento en el que habían desaparecido los instrumentos de poder de la monarquía. La culminación de este proceso fueron las Cortes de Cádiz, de las cuales surgió una nueva organización política, en el cual el estado se convertía en liberal-burgués.
La firma del Tratado de Valençay en 1813 supuso el regreso de Fernando VII a España. A su vuelta, impuso la restauración absolutista radical, derogando la obra legislativa de las Cortes de Cádiz. Esta actitud absolutista sólo se vió modificada durante el Trieno Liberal (1820-1823).
Entre 1814 y 1820 se produjo la restauración del absolutismo más extremada. El Decreto de Valencia declara nula toda la obra de las Cortes de Cádiz, y se reinstaura el estado de cosas anterior a 1808. La resturación eliminó todas las instituciones creadas durante la guerra, y devolvió el poder político a las bases tradicionales del poder monarquico, la nobleza y la iglesia. Será el levantamiento del ejército acantonado en Andalucía para ser enviado a América el que forzará, apoyado por ciudades en toda España, el trieno liberal.
A raíz de este levantamiento, el rey jura la Constitución de Cádiz y convoca a las Cortes. Durante este período, las disensiones entre los liberales y la actuación de los grupos contrarrevolucionarios impidieron todo avance de las reformas. La entrada en España del ejército del duque de Angulema (los Cien Mil Hijos de San Luis) para restaurar el absolutismo en la persona del propio Fernando VII. supuso una dura represión contra los liberales.
Durante el reinado de Fernando VII tuvo espacial importancia el problema agrario, a causa del mantemiento del régimen de señorío. Ni el Trienio liberal ni los periodos absolutistas pudieron ofrecer soluciones viables. El comercio sólo comenzaría a recuperarse a partir de 1830-1840, con medidas proteccionista, y de la mejora de la red de comunicaciones. Se arruinó la producción familiar, y el artesano se convirtió en mero asalariado, al tiempo que el desarrollo industrial no despegaba. Se creó un explosivo clima social, en el cual las tensiones entre trabajadores agrícolas y urbanos, frente a burguesía y nobleza, serán una constante.
En el ámbito de la América española, la guerra contra Francia supuso el hundimieto del sistema político colonia y la creación de cabildos criollo. A partir de 1810 la situación pasa a ser casi de independencia, hasta 1815. A partir de 1816 las victorias de San Martín, Bolívar y Sucre hacen que en 1824 la dominación española en América haya terminado.
Estas reflexiones se me ocurren ahora recordando aquellos sucesos. Entonces, y en la famosa mañana -241- de que me ocupo, no estaba mi ánimo para consideraciones de tal índole, mucho menos en presencia de un conflicto popular que de minuto en minuto tomaba proporciones graves. La ansiedad crecía por momentos: en los semblantes había más que ira, aquella tristeza profunda que precede a las grandes resoluciones, y mientras algunas mujeres proferían gritos lastimosos, oí a muchos hombres discutiendo en voz baja planes de no sé qué inverosímil lucha.
El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial francés que a la sazón atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto se unió a aquél otro oficial español que acudía como en auxilio del primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo estas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una pequeña fuerza francesa puso fin a aquel incidente. Como avanzaba la mañana, no quise ya perder más tiempo, y traté de seguir mi camino; mas no había pasado aún el arco de la Armería, cuando sentí un ruido que me pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.
-¡Que viene la artillería! -clamaron algunos.
Pero lejos de determinar la presencia de los artilleros una dispersión general, casi toda la multitud corría hacia la calle Nueva12. La curiosidad pudo -242- en mí más que el deseo de llegar pronto al fin de mi viaje, y corrí allá también; pero una detonación espantosa heló la sangre en mis venas; y vi caer no lejos de mí algunas personas, heridas por la metralla. Aquel fue uno de los cuadros más terribles que he presenciado en mi vida. La ira estalló en boca del pueblo de un modo tan formidable, que causaba tanto espanto como la artillería enemiga. Ataque tan imprevisto y tan rudo había aterrado a muchos que huían con pavor, y al mismo tiempo acaloraba la ira de otros, que parecían dispuestos a arrojarse sobre los artilleros; mas en aquel choque entre los fugitivos y los sorprendidos, entre los que rugían como fieras y los que se lamentaban heridos o moribundos bajo las pisadas de la multitud, predominó al fin el movimiento de dispersión, y corrieron todos hacia la calle Mayor. No se oían más voces que «armas, armas, armas». Los que13 no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones, y si un momento antes la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos, después de la aparición de la artillería todos fueron actores. Cada cual corría a su casa, a la ajena o a la más cercana en busca de un arma, y no encontrándola, echaba mano de cualquier herramienta. Todo servía con tal que sirviera para matar.
El resultado era asombroso. Yo no sé de dónde salía tanta gente armada. Cualquiera habría creído en la existencia de una conjuración silenciosamente -243- preparada; pero el arsenal de aquella guerra imprevista y sin plan, movida por la inspiración de cada uno, estaba en las cocinas, en los bodegones, en los almacenes al por menor, en las salas y tiendas de armas, en las posadas y en las herrerías.
La calle Mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no lo vio, renuncie a tener idea de semejante levantamiento. Después me dijeron que entre 9 y 11 todas las calles de Madrid presentaban el mismo aspecto; habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos.
En el Pretil de los Consejos, por San Justo y por la plazuela de la Villa, la irrupción de gente armada viniendo de los barrios bajos era considerable; mas por donde vi aparecer después mayor número de hombres y mujeres, y hasta enjambres de chicos y algunos viejos fue por la plaza Mayor y los portales llamados de Bringas. Hacia la esquina de la calle de Milaneses, frente a la Cava de San Miguel, presencié el primer choque del pueblo con los invasores, porque habiendo aparecido como una veintena de franceses que acudían a incorporarse a sus regimientos, fueron atacados de improviso por una cuadrilla de mujeres ayudadas por media docena de hombres. Aquella lucha no se parecía a ninguna peripecia de los combates ordinarios, pues consistía en reunirse -244- súbitamente envolviéndose y atacándose sin reparar en el número ni en la fuerza del contrario. Los extranjeros se defendían con su certera puntería y sus buenas armas: pero no contaban con la multitud de brazos que les ceñían por detrás y por delante, como rejos de un inmenso pulpo; ni con el incansable pinchar de millares de herramientas, esgrimidas contra ellos con un desorden y una multiplicidad semejante al de un ametrallamiento a mano; ni con la espantosa centuplicación de pequeñas fuerzas que sin matar imposibilitaban la defensa. Algunas veces esta superioridad de los madrileños era tan grande, que no podía menos de ser generosa; pues cuando los enemigos aparecían en número escaso, se abría para ellos un portal o tienda donde quedaban a salvo, y muchos de los que se alojaban en las casas de aquella calle debieron la vida a la tenacidad con que sus patronos les impidieron la salida.
No se salvaron tres de a caballo que corrían a todo escape hacia la Puerta del Sol. Se les hicieron varios disparos; pero irritados ellos cargaron sobre un grupo apostado en la esquina del callejón de la Chamberga, y bien pronto viéronse envueltos por el paisanaje. De un fuerte sablazo, el más audaz de los tres abrió la cabeza a una infeliz maja en el instante en que daba a su marido el fusil recién cargado, y la imprecación de la furiosa mujer al caer herida al suelo, espoleó el coraje de los hombres. La lucha -245- se trabó entonces cuerpo a cuerpo y a arma blanca.
Entretanto yo corrí hacia la Puerta del Sol buscando lugar más seguro, y en los portales de Pretineros encontré a Chinitas. La Primorosa salió del grupo cercano exclamando con frenesí:
-¡Han matado a Bastiana! Más de veinte hombres hay aquí y denguno vale un rial. Canallas; ¿para qué os ponéis bragas si tenéis almas de pitiminí?
-Mujer -dijo Chinitas cargando su escopeta- quítate de en medio. Las mujeres aquí no sirven más que de estorbo.
-Cobardón, calzonazos, corazón de albondiguilla -dijo la Primorosa pugnando por arrancar el arma a su marido-. Con el aire que hago moviéndome, mato yo más franceses que tú con un cañón de a ocho.
Entonces uno de los de a caballo se lanzó al galope hacia nosotros blandiendo su sable.
-¡Menegilda!, ¿tienes navaja? -exclamó la esposa de Chinitas con desesperación.
-Tengo tres, la de cortar, la de picar y el cuchillo grande.
-¡Aquí estamos, espanta-cuervos! -gritó la maja tomando de manos de su amiga un cuchillo carnicero cuya sola vista causaba espanto.
El coracero clavó las espuelas a su corcel y despreciando los tiros se arrojó sobre el grupo. Yo vi -246- las patas del corpulento animal sobre los hombros de la Primorosa; pero ésta, agachándose más ligera que el rayo, hundió su cuchillo en el pecho del caballo. Con la violenta caída, el jinete quedó indefenso, y mientras la cabalgadura expiraba con horrible pataleo, lanzando ardientes resoplidos, el soldado proseguía el combate ayudado por otros cuatro que a la sazón llegaron.
Chinitas, herido en la frente y con una oreja menos, se había retirado como a unas diez varas más allá, y cargaba un fusil en el callejón del Triunfo, mientras la Primorosa le envolvía un pañuelo en la cabeza, diciéndole:
-Si te moverás al fin. No parece sino que tienes en cada pata las pesas del reló de Buen Suceso.
El amolador se volvió hacia mí y me dijo:
-Gabrielillo, ¿qué haces con ese fusil? ¿Lo tienes en la mano para escarbarte los dientes?
En efecto, yo tenía en mis manos un fusil sin que hasta aquel instante me hubiese dado cuenta de ello. ¿Me lo habían dado? ¿Lo tomé yo? Lo más probable es que lo recogí maquinalmente, hallándose cercano al lugar de la lucha, y cuando caía sin duda de manos de algún combatiente herido; pero mi turbación y estupor eran tan grandes ante aquella escena, que ni aun acertaba a hacerme cargo de lo que tenía entre las manos.
-¿Pa qué está aquí esa lombriz? -dijo la Primorosa -247- encarándose conmigo y dándome en el hombro una fuerte manotada-. Descosío: coge ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un cirio de procesión?
-Vamos: aquí no hay nada que hacer -afirmó Chinitas, encaminándose con sus compañeros hacia la Puerta del Sol.
Echeme el fusil al hombro y les seguí. La Primorosa seguía burlándose de mi poca aptitud para el manejo de las armas de fuego.
-¿Se acabaron los franceses? -dijo una maja mirando a todos lados-. ¿Se han acabado?
-No hemos dejado uno pa simiente de rábanos -contestó la Primorosa-. ¡Viva España y el Rey Fernando!
En efecto, no se veía ningún francés en toda la calle Mayor; pero no distábamos mucho de las gradas de San Felipe, cuando sentimos ruido de tambores, después ruido de cornetas, después pisadas de caballos, después estruendo de cureñas rodando con precipitación. El drama no había empezado todavía realmente. Nos detuvimos, y advertí que los paisanos se miraban unos a otros, consultándose mudamente sobre la importancia de las fuerzas ya cercanas. Aquellos infelices madrileños habían sostenido una lucha terrible con los soldados que encontraron al paso, y no contaban con las formidables divisiones y cuerpos de ejército que se acampaban en las cercanías de Madrid. No habían medido los alcances -248- y las consecuencias de su calaverada, ni aunque los midieran, habrían retrocedido en aquel movimiento impremeditado y sublime que les impulsó a rechazar fuerzas tan superiores. Había llegado el momento de que los paisanos de la calle Mayor pudieran contar el número de armas que apuntaban a sus pechos, porque por la calle de la Montera apareció un cuerpo de ejército, por la de Carretas otro, y por la Carrera de San Jerónimo el tercero, que era el más formidable.
-¿Son muchos? -preguntó la Primorosa.
-Muchísimos, y también vienen por esta calle. Allá por Platerías se siente ruido de tambores.
Frente a nosotros y a nuestra espalda teníamos a los infantes, a los jinetes y a los artilleros de Austerlitz. Viéndoles, la Primorosa reía; pero yo... no puedo menos de confesarlo... yo temblaba.
Llegar los cuerpos de ejército a la Puerta del Sol y comenzar el ataque, fueron sucesos ocurridos en un mismo instante. Yo creo que los franceses, a pesar de su superioridad numérica y material, estaban más aturdidos que los españoles; así es que en vez de comenzar poniendo en juego la caballería, -249- hicieron uso de la metralla desde los primeros momentos.
La lucha, mejor dicho, la carnicería era espantosa en la Puerta del Sol. Cuando cesó el fuego y comenzaron a funcionar los caballos, la guardia polaca llamada noble, y los famosos mamelucos cayeron a sablazos sobre el pueblo, siendo los ocupadores de la calle Mayor los que alcanzamos la peor parte, porque por uno y otro flanco nos atacaban los feroces jinetes. El peligro no me impedía observar quién estaba en torno mío, y así puedo decir que sostenían mi valor vacilante además de la Primorosa, un señor grave y bien vestido que parecía aristócrata, y dos honradísimos tenderos de la misma calle, a quienes yo de antiguo conocía.
Teníamos a mano izquierda el callejón de la Duda; como sitio estratégico que nos sirviera de parapeto y de camino para la fuga, y desde allí el señor noble y yo, dirigíamos nuestros tiros a los primeros mamelucos que aparecieron en la calle. Debo advertir, que los tiradores formábamos una especie de retaguardia o reserva, porque los verdaderos y más aguerridos combatientes, eran los que luchaban a arma blanca entre la caballería. También de los balcones salían muchos tiros de pistola y gran número de armas arrojadizas, como tiestos, ladrillos, pucheros, pesas de reló, etc.
-Ven acá, Judas Iscariote -exclamó la Primorosa, -250- dirigiendo los puños hacia un mameluco que hacía estragos en el portal de la c asa de Oñate-. ¡Y no hay quien te meta una libra de pólvora en el cuerpo! ¡Eh, so estantigua!, ¿pa qué le sirve ese chisme? Y tú, Piltrafilla, echa fuego por ese fusil, o te saco los ojos.
Las imprecaciones de nuestra generala nos obligaban a disparar tiro tras tiro.
Pero aquel fuego mal dirigido no nos valía gran cosa, porque los mamelucos habían conseguido despejar a golpes gran parte de la calle, y adelantaban de minuto en minuto.
-A ellos, muchachos -exclamó la maja, adelantándose al encuentro de una pareja de jinetes, cuyos caballos venían hacia nosotros.
Ustedes no pueden figurarse cómo eran aquellos combates parciales. Mientras desde las ventanas y desde la calle se les hacía fuego, los manolos les atacaban navaja en mano, y las mujeres clavaban sus dedos en la cabeza del caballo, o saltaban, asiendo por los brazos al jinete. Este recibía auxilio, y al instante acudían dos, tres, diez, veinte, que eran atacados de la misma manera, y se formaba una confusión, una mescolanza horrible y sangrienta que no se puede pintar. Los caballos vencían al fin y avanzaban al galope, y cuando la multitud encontrándose libre se extendía hacia la Puerta del Sol, una lluvia de metralla le cerraba el paso. -251-
Perdí de vista a la Primorosa en uno de aquellos espantosos choques; pero al poco rato la vi reaparecer lamentándose de haber perdido su cuchillo, y me arrancó el fusil de las manos con tanta fuerza, que no pude impedirlo. Quedé desarmado en el mismo momento en que una fuerte embestida de los franceses nos hizo recular a la acera de San Felipe el Real. El anciano noble fue herido junto a mí: quise sostenerle; pero deslizándose de mis manos, cayó exclamando: «¡Muera Napoleón! ¡Viva España!».
Aquel instante fue terrible, porque nos acuchillaron sin piedad; pero quiso mi buena estrella, que siendo yo de los más cercanos a la pared, tuviera delante de mí una muralla de carne humana que me defendía del plomo y del hierro. En cambio era tan fuertemente comprimido contra la pared, que casi llegué a creer que moría aplastado. Aquella masa de gente se replegó por la calle Mayor, y como el violento retroceso nos obligara a invadir una casa de las que hoy deben tener la numeración desde el 21 al 25, entramos decididos a continuar la lucha desde los balcones. No achaquen Vds. a petulancia el que diga nosotros, pues yo, aunque al principio me vi comprendido entre los sublevados como al acaso y sin ninguna iniciativa de mi parte, después el ardor de la refriega, el odio contra los franceses que se comunicaba de corazón a corazón de un modo pasmoso, me indujeron a obrar enérgicamente en pro -252- de los míos. Yo creo que en aquella ocasión memorable hubiérame puesto al nivel de algunos que me rodeaban, si el recuerdo de Inés y la consideración de que corría algún peligro no aflojaran mi valor a cada instante.
Invadiendo la casa, la ocupamos desde el piso bajo a las buhardillas: por todas las ventanas se hacía fuego arrojando al mismo tiempo cuanto la diligente valentía de sus moradores encontraba a mano. En el piso segundo un padre anciano, sosteniendo a sus dos hijas que medio desmayadas se abrazaban a sus rodillas, nos decía: «Haced fuego; coged lo que os convenga. Aquí tenéis pistolas; aquí tenéis mi escopeta de caza. Arrojad mis muebles por el balcón, y perezcamos todos y húndase mi casa si bajo sus escombros ha de quedar sepultada esa canalla. ¡Viva Femando! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!».
Estas palabras reanimaban a las dos doncellas, y la menor nos conducía a una habitación contigua, desde donde podíamos dirigir mejor el fuego. Pero nos escaseó la pólvora, nos faltó al fin, y al cuarto de hora de nuestra entrada ya los mamelucos daban violentos golpes en la puerta.
-Quemad las puertas y arrojadlas ardiendo a la calle -nos dijo el anciano-. Ánimo, hijas mías. No lloréis. En este día el llanto es indigno aun en las mujeres. ¡Viva España! ¿Vosotras sabéis lo que es -253- España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre, nuestra religión. Pues todo esto nos quieren quitar. ¡Muera Napoleón!
Entretanto los franceses asaltaban la casa, mientras otros de los suyos cometían las mayores atrocidades en la de Oñate.
-Ya entran, nos cogen y estamos perdidos -exclamamos con terror, sintiendo que los mamelucos se encarnizaban en los defensores del piso bajo.
-Subid a la buhardilla -nos dijo el anciano con frenesí- y saliendo al tejado, echad por el cañón de la escalera todas las tejas que podáis levantar. ¿Subirán los caballos de estos monstruos hasta el techo?
Las dos muchachas, medio muertas de terror, se enlazaban a los brazos de su padre, rogándole que huyese.
-¡Huir! -exclamaba el viejo-. No, mil veces no. Enseñemos a esos bandoleros cómo se defiende el hogar sagrado. Traedme fuego, fuego, y apresarán nuestras cenizas, no nuestras personas.
Los mamelucos subían. Estábamos perdidos. Yo me acordé de la pobre Inés, y me sentí más cobarde que nunca. Pero algunos de los nuestros habíanse en tanto internado en la casa, y con fuerte palanca -254- rompían el tabique de una de las habitaciones más escondidas. Al ruido, acudí allá velozmente, con la esperanza de encontrar escapatoria, y en efecto vi que habían abierto en la medianería un gran agujero, por donde podía pasarse a la casa inmediata. Nos hablaron de la otra parte, ofreciéndonos socorro, y nos apresuramos a pasar; pero antes de que estuviéramos del opuesto lado sentimos, a los mamelucos y otros soldados franceses vociferando en las habitaciones principales: oyose un tiro; después una de las muchachas lanzó un grito espantoso y desgarrador. Lo que allí debió ocurrir no es para contado.
Cuando pasamos a la casa contigua, con ánimo de tomar inmediatamente la calle, nos vimos en una habitación pequeña y algo oscura, donde distinguí dos hombres, que nos miraban con espanto. Yo me aterré también en su presencia, porque eran el uno el licenciado Lobo, y el otro Juan de Dios.
Habíamos pasado a una casa de la calle de Postas, a la misma casa en cuyo cuarto entresuelo había yo vivido hasta el día anterior al servicio de los Requejos. Estábamos en el piso segundo, vivienda del leguleyo trapisondista. El terror de este era tan grande que al vernos dijo:
-¿Están ahí los franceses? ¿Vienen ya? Huyamos.
Juan de Dios estaba también tan pálido y alterado, que era difícil reconocerle. -255-
-¡Gabriel! -exclamó al verme-. ¡Ah!, tunante; ¿qué has hecho de Inés?
-Los franceses, los franceses -exclamó Lobo saliendo a toda prisa de la habitación y bajando la escalera de cuatro en cuatro peldaños-. ¡Huyamos!
La esposa del licenciado y sus tres hijas, trémulas de miedo, corrían de aquí para allí, recogiendo algunos objetos para salir a la calle. No era ocasión de disputar con Juan de Dios, ni de darnos explicaciones sobre los sucesos de la madrugada anterior, así es que salimos a todo escape, temiendo que los mamelucos invadieran aquella casa.
El mancebo no se separaba de mí, mientras que Lobo, harto ocupado de su propia seguridad, se cuidaba de mi presencia tanto como si yo no existiera.
-¿A dónde vamos? -preguntó una de las niñas al salir-. ¿A la calle de San Pedro la Nueva, en casa de la primita?
-¿Estáis locas? ¿Frente al parque de Monteleón?
-Allí se están batiendo -dijo Juan de Dios-. Se ha empeñado un combate terrible, porque la artillería española no quiere soltar el parque.
-¡Dios mío! ¡Corro allá! -exclamé sin poderme contener.
-¡Perro! -gritó Juan de Dios, asiéndome por un brazo-. ¿Allí la tienes guardada?
-Sí, allí está -contesté sin vacilar-. Corramos. -256-
Juan de Dios y yo partimos como dos insensatos en dirección a mi casa.
En nuestra carrera no reparábamos en los mil peligros que a cada paso ofrecían las calles y plazas de Madrid, y andábamos sin cesar, tomando las vías más apartadas del centro, con tantas vueltas y rodeos, que empleamos cerca de dos horas para llegar a la puerta de Fuencarral por los pozos de nieve. Por un largo rato, ni yo hablaba a mi acompañante, ni él a mí tampoco, hasta que al fin Juan de Dios, con voz entrecortada por el fatigoso aliento, me dijo:
-¿Pero tú sacaste a Inés para entregármela después, o eres un tunante ladrón digno de ser fusilado por los franceses?
-Sr. Juan de Dios -repuse apretando más el paso-. No es ocasión de disputar, y vamos más a prisa, porque si los franceses llegan a meterse en mi casa...
-¡Cuánto se asustará la pobrecita! Pero di, ¿por qué la sacaste, por qué me encontré encerrado en el sótano con aquella maldita mujer...? ¡Oh!, me falta el aliento; pero no nos detengamos... ¿Inés no se asustó al verse en tu poder? ¿No te preguntó por mí, no te rogó que me llevases a su lado? ¡Qué confusión! ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Quién eres tú? ¿Eres un infame o un hombre de bien? Ya me darás -257- cuenta y razón de todo. ¡Ay!, cuando me encontré en el sótano con Restituta... ¿Ves este rasguño que tengo en la mano?... Yo me quedé azorado y mudo de espanto cuando la vi. ¡Qué desdicha! Creo que fue castigo de Dios por los pecadillos de que te hablé... Ella me insultaba llamándome ladrón, y a mí un sudor se me iba y otro se me venía. Luego que tratamos de salir... La compuerta cerrada... ella parecía una gata rabiosa. ¿Ves este arañazo que tengo en la cara...? Descansemos un rato, porque me ahogo. ¿No llegamos nunca a tu casa? ¿Y mi Inés está allí? Pero tunante, modera un poco el paso y dime: ¿Inés me espera? ¿Te mandó en busca mía? ¿Sabe que a mí me debe su libertad? Gabriel, te juro que tengo la cabeza como una jaula de grillos, y que no sé qué pensar. Cuando vi entrar a Restituta... ¿Creerás que no puedo apartar de mi memoria su repugnante imagen? Lo que dije... aquellos dos pecadillos... Pero en cuanto Inés esté a mi lado, me confesaré... El Santísimo Sacramento sabe que mi intención es buena, y que el inmenso, el loco amor que me domina es causa de todo... ¿Pero no hablas? ¿Estás mudo? ¿Inés me espera? Dímelo francamente y no me hagas padecer. ¿Está contenta, está triste? ¿Ella quiso desde luego salir contigo para esperarme fuera?... ¡Mil demonios! ¿Cuándo llegamos a tu casa? Me aguarda, ¿no es verdad? Ahora le hablaré cara a cara por primera vez. ¿Sabes que me da vergüenza?... -258- Pero ella quizás me dirá primero algunas palabras, dándome pie para que después siga yo hablando como un cotorro. ¿Estás tú seguro de que leyó mi carta? Pues si la leyó, ya está al corriente de mi ardiente amor, y en cuanto me vea se arrojará llorando en mis brazos, dándome gracias por su salvación. ¿No lo crees tú así? ¿Pero por qué callas? ¿Te has quedado sin lengua? ¿Qué le has dicho tú, qué te ha dicho ella? ¿No te habló de aquel pasaje de la carta en que le decía que mi amor es tan casto como el de los ángeles del cielo?... Me faltó decirle que mi corazón es el altar en que la adoro con tanto fervor como al Dios que hizo el mundo para todos y para nosotros una isla desierta llena de flores y pajaritos muy lindos que canten día y noche... ¡Ah, Gabriel! ¿Sabes que soy rico? Cogí lo mío, aunque la condenada me clavó las uñas para arrebatármelo. ¡Cuánto luchamos! ¡Espantosa noche! Por fin, ya muy avanzado el día, llega D. Mauro y abre el sótano para sacarte... Salimos Restituta y yo; ella está medio muerta. Su hermano, al vernos... ¡Jesús, cómo se pone! Después de insultarnos, nos dice que tenemos que casarnos el mismo día. Luego, al saber que Inés se ha fugado contigo, brama como un león, arráncase los cabellos, y después de amenazar con la muerte a su hermana y a mí, enciende las dos velas al santo patrono. Yo salgo de la casa sin contestar a nada, y como ya empiezan los tiros, me -259- refugio en la del licenciado Lobo... Todos están allí llenos de terror... los franceses, los franceses... ¡ban, bun!, golpean un tabique, acudimos: se abre un agujero y apareces tú... ¿Pero llegaremos al fin? ¡Qué impaciente estará la pobrecita! Cuando me vea entrar, ella romperá a hablar, ¿no lo crees tú? Si no... yo estoy seguro de que me quedaré como una estatua. Si se me quitara esta vergüenza...
Yo no contestaba a ninguna de las atropelladas e inconexas razones de Juan de Dios, pues más que la verbosidad de aquel desgraciado, ocupaba mi mente la idea de los peligros que corrían Inés y su tío en mi casa. Nuestra marcha era sumamente fatigosa, pues algunas veces después de recorrer toda una calle, teníamos que volver atrás huyendo de los mamelucos: otras veces nos detenía algún grupo compuesto en su mayor parte de mujeres y ancianos que con lamentos y gritos rodeaban un cadáver, víctima reciente de los invasores; más adelante veíamos desfilar precipitadamente pelotones de granaderos que hacían retroceder a todo el mundo; luego el espectáculo de una lucha parcial, tan encarnizada como las anteriores, era lo que de improviso nos estorbaba el paso.
En la calle de Fuencarral el gentío era grande, y todos corrían hacia arriba, como en dirección al parque. Oíanse fuertes descargas, que aterraron a mi acompañante, y cuando embocamos a la calle de la -260- Palma por la casa de Aranda, los gritos de los héroes llegaban hasta nuestros oídos.
Era entre doce y una. Dando un gran rodeo pudimos al fin entrar en la calle de San José, y desde lejos distinguí las altas ventanas de mi casa entre el denso humo de la pólvora.
-No podemos subir a nuestra casa -dije a Juan de Dios-, a menos que no nos metamos en medio del fuego.
-¡En medio del fuego! ¡Qué horror! No: no expongamos la vida. Veo que también hacen fuego desde algún balcón. Escondámonos, Gabriel.
-No avancemos. Parece que cesa el fuego.
-Tienes razón. Ya no se oyen sino pocos tiros, y me parece que oigo decir: «victoria, victoria».
-Sí, y el paisanaje se despliega, y vienen algunos hacia acá. ¡Ah! ¿No son franceses aquellos que corren hacia la calle de la Palma? Sí: ¿no ve Vd. los sombreros de piel?
-Vamos allá. ¡Qué algazara! Parece que están contentos. Mira cómo agitan las gorras aquellos que están en el balcón.
-Inés, allí está Inés, en el balcón de arriba, arriba... Allí está: mira hacia el parque, parece que tiene miedo y se retira. También sale a curiosear don Celestino. Corramos y ahora nos será fácil entrar en la casa.
Después de una empeñada refriega, el combate -261- había cesado en el parque con la derrota y retirada del primer destacamento francés que fue a atacarlo. Pero si el crédulo paisanaje se entregó a la alegría creyendo que aquel triunfo era decisivo; los jefes militares conocieron que serían bien pronto atacados con más fuerzas, y se preparaban para la resistencia. Pacorro Chinitas, que había sido uno de los que primero acudieron a aquel sitio, se llegó a mí ponderándome la victoria alcanzada con las cuatro piezas que Daoíz había echado a la calle; pero bien pronto él y los demás se convencieron de que los franceses no habían retrocedido sino para volver pronto con numerosa artillería. Así fue en efecto, y cuando subíamos la escalera de mi casa, sentí el alarmante rumor de la tropa cercana.
El mancebo tropezaba a cada peldaño, circunstancia que cualquiera hubiera atribuido al miedo, y yo atribuí a la emoción. Cuando llegamos a presencia de Inés y D. Celestino, estos se alegraron en extremo de verme sano, y ella me señaló una imagen de la Virgen, ante la cual habían encendido dos velas. Juan de Dios permaneció un rato en el umbral, medio cuerpo fuera y dentro el otro medio, con el sombrero en la mano, el rostro pálido y contraído, la actitud embarazosa, sin atreverse a hablar ni tampoco a retirarse, mientras que Inés, enteramente ocupada de mi vuelta, no ponía en él la menor atención. -262-
-Aquí, Gabriel -me dijo el clérigo-, hemos presenciado escenas de grande heroísmo. Los franceses han sido rechazados. Por lo visto, Madrid entero se levanta contra ellos.
Al decir esto, una detonación terrible hizo estremecer la casa.
-¡Vuelven los franceses! Ese disparo ha sido de los nuestros, que siguen decididos a no entregarse. Dios y su santa Madre, y los cuatro patriarcas y los cuatro doctores nos asistan.
Juan de Dios continuaba en la puerta, sin que mis dos amigos, hondamente afectados por el próximo peligro hicieran caso de su presencia.
-Va a empezar otra vez -exclamó Inés huyendo de la ventana después de cerrarla-. Yo creí que se había concluido. ¡Cuántos tiros! ¡Qué gritos! ¿Pues y los cañones? Yo creí que el mundo se hacía pedazos; y puesta de rodillas no cesaba de rezar. Si vieras, Gabriel... Primero sentimos que unos soldados daban recios golpes en la puerta del parque. Después vinieron muchos hombres y algunas mujeres pidiendo armas. Dentro del patio un español con uniforme verde disputó un instante con otro de uniforme azul, y luego se abrazaron, abriendo enseguida las puertas. ¡Ay! ¡Qué voces, qué gritos! Mi tío se echó a llorar y dijo también «¡viva España!» tres veces, aunque yo le suplicaba que callase para no dar que hablar a la vecindad. Al momento empezaron los tiros -263- de fusil, y al cabo de un rato los de cañón, que salieron empujados por dos o tres mujeres... El del uniforme azul mandaba el fuego, y otro del mismo traje, pero que se distinguía del primero por su mayor estatura, estaba dentro disponiendo cómo se habían de sacar la pólvora y las balas... Yo me estremecía al sentir los cañonazos; y si a veces me ocultaba en la alcoba, poniéndome a rezar, otras podía tanto la curiosidad, que sin pensar en el peligro me asomaba a la ventana para ver todo... ¡Qué espanto! Humo, mucho humo, brazos levantados, algunos hombres tendidos en el suelo y cubiertos de sangre y por todos lados el resplandor de esos grandes cuchillos que llevan en los fusiles.
Una segunda detonación seguida del estruendo de la fusilería, nos dejó paralizados de estupor. Inés miró a la Virgen, y el cura encarándose solemnemente con la santa imagen, dirigiole así la palabra:
-Señora: proteged a vuestros queridos españoles, de quienes fuisteis reina y ahora sois capitana. Dadles valor contra tantos y tan fieros enemigos, y haced subir al cielo a los que mueran en defensa de su patria querida.
Quise abrir la ventana; pero Inés se opuso a ello muy acongojada. Juan de Dios, que al fin traspasó el umbral, se había sentado tímidamente en el borde de una silla puesta junto a la misma puerta, donde Inés le reconoció al fin, mejor dicho, advirtió su presencia, -264- y antes que formulara una pregunta, le dije yo:
-Es el Sr. Juan de Dios, que ha venido a acompañarme.
-Yo... yo... -balbució el mancebo en el momento en que la gritería de la calle apenas permitía oírle-. Gabriel habrá enterado a Vd...
-El miedo le quita a Vd. el habla -dijo Inés-. Yo también tengo mucho miedo. Pero Vd. tiembla, Vd. está malo...
En efecto, Juan de Dios parecía desmayarse, y alargaba sus brazos hacia la muchacha, que absorta y confundida no sabía si acercarse a darle auxilio o si huir con recelo de visitante tan importuno. Yo estaba an excitado, que sin parar mientes en lo que junto a mí ocurría, ni atender al pavor de mi amiga, abrí resueltamente la ventana. Desde allí pude ver los movimientos de los combatientes, claramente percibidos, cual si tuviera delante un plano de campaña con figuras movibles. Funcionaban cuatro piezas: he oído hablar de cinco, dos de a 8 y tres de a 4; pero yo creo que una de ellas no hizo fuego, o sólo trabajó hacia el fin de la lucha. Los artilleros me parece que no pasaban de veinte; tampoco eran muchos los de infantería mandados por Ruiz; pero el número de paisanos no era escaso ni faltaban algunas heroicas amazonas de las que poco antes vi en la Puerta del Sol. Un oficial de uniforme azul mandaba -265- las dos piezas colocadas frente a la calle de San Pedro la Nueva14. Por cuenta del otro del mismo uniforme y graduación corrían las que enfilaban la calle de San Miguel y de San José15, apuntando una de ellas hacia la de San Bernardo, pues por allí se esperaban nuevas fuerzas francesas en auxilio de las que invadían la Palma Alta y sitios inmediatos a la iglesia de Maravillas. La lucha estaba reconcentrada entonces en la pequeña calle de San Pedro la Nueva, por donde atacaron los granaderos imperiales en número considerable. Para contrarrestar su empuje los nuestros disparaban las piezas con la mayor rapidez posible, empleándose en ello lo mismo los artilleros que los paisanos; y auxiliaba a los cañones la valerosa fusilería que tras las tapias del parque, en la puerta, y en la calle, hacía mortífero e incesante fuego.
Cuando los franceses trataban de tomar las piezas a la bayoneta, sin cesar el fuego por nuestra parte, eran recibidos por los paisanos con una batería de navajas, que causaban pánico y desaliento entre los héroes de las Pirámides y de Jena, al paso que el arma blanca en manos de estos aguerridos soldados, no hacía gran estrago moral en la gente española, por ser esta de muy antiguo aficionada a -266- con ella, de modo que al verse heridos, antes les enfurecía que les desmayaba. Desde mi ventana abierta a la calle de San José, no se veía la inmediata de San Pedro la Nueva, aunque la casa hacía esquina a las dos, así es que yo, teniendo siempre a los españoles bajo mis ojos, no distinguía a los franceses, sino cuando intentaban caer sobre las piezas, desafiando la metralla, el plomo, el acero y hasta las implacables manos de los defensores del parque. Esto pasó una vez, y cuando lo vi pareciome que todo iba a concluir por el sencillo procedimiento de destrozarse simultáneamente unos a otros; pero nuestro valiente paisanaje, sublimado por su propio arrojo y el ejemplo, y la pericia, y la inverosímil constancia de los dos oficiales de artillería, rechazaba las bayonetas enemigas, mientras sus navajas, hacían estragos, rematando la obra de los fusiles. Cayeron algunos, muchos artilleros, y buen número de paisanos; pero esto no desalentaba a los madrileños. Al paso que uno de los oficiales de artillería hacía uso de su sable con fuerte puño sin desatender el cañón cuya cureña servía de escudo a los paisanos más resueltos, el otro, acaudillando un pequeño grupo, se arrojaba sobre la avanzada francesa, destrozándola antes de que tuviera tiempo de reponerse. Eran aquellos los dos oficiales oscuros y sin historia, que en un día, en una hora, haciéndose, por inspiración de sus almas generosas, instrumento de la conciencia -267- nacional, se anticiparon a la declaración de guerra por las juntas y descargaron los primeros golpes de la lucha que empezó a abatir el más grande poder que se ha señoreado del mundo. Así sus ignorados nombres alcanzaron la inmortalidad.
El estruendo de aquella colisión, los gritos de unos y otros, la heroica embriaguez de los nuestros y también de los franceses, pues estos evocaban entre sí sus grandes glorias para salir bien de aquel empeño, formaban un conjunto terrible, ante el cual no existía el miedo, ni tampoco era posible resignarse a ser inmóvil espectador. Causaba rabia y al mismo tiempo cierto júbilo inexplicable lo desigual de las fuerzas, y el espectáculo de la superioridad adquirida por los débiles a fuerza de constancia. A pesar de que nuestras bajas eran inmensas, todo parecía anunciar una segunda victoria. Así lo comprendían sin duda los franceses, retirados hacia el fondo de la calle de San Pedro la Nueva; y viendo que para meter en un puño a los veinte artilleros ayudados de paisanos y mujeres, era necesaria más tropa con refuerzos de todas armas, trajeron más gente, trajeron un ejército completo; y la división de San Bernardino, mandada por Lefranc apareció hacia las Salesas Nuevas con varias piezas de artillería. Los imperiales daban al parque cercado de mezquinas tapias las proporciones de una fortaleza, y a la abigarrada pandilla las proporciones de un pueblo. -268-
Hubo un momento de silencio, durante el cual no oí más voces que las de algunas mujeres, entre las cuales reconocí la de la Primorosa, enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar. Cuando en aquel breve respiro me aparté de la ventana, vi a Juan de Dios completamente desvanecido. Inés estaba a su lado, presentándole un vaso de agua.
-Este buen hombre -dijo la muchacha- ha perdido el tino. ¡Tan grande es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ¿Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ¿Ha concluido todo? ¿Quién ha vencido?
Un cañonazo resonó estremeciendo la casa. A Inés cayósele el vaso de las manos, y en el mismo instante entró D. Celestino, que observaba la lucha desde otra habitación de la casa.
-Es la artillería francesa -exclamó-. Ahora es ella. Traen más de doce cañones. ¡Jesús, María y José nos amparen! Van a hacer polvo a nuestros valientes paisanos. ¡Señor de justicia! ¡Virgen María, santa patrona de España!
Juan de Dios abrió sus ojos buscando a Inés con una mirada calmosa y apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante la imagen, derramaba abundantes lágrimas.
-Los franceses son innumerables -continuó el cura-. Vienen cientos de miles. En cambio los nuestros, son menos cada vez. Muchos han muerto ya. -269- ¿Podrán resistir los que quedan? ¡Oh! Gabriel, y usted, caballero, quien quiera que sea, aunque presumo será español: ¿están Vds. en paz con su conciencia, mientras nuestros hermanos pelean abajo por la patria y por el Rey? Hijos míos, ánimo: los franceses van a atacar por tercera vez. ¿No veis cómo se aperciben los nuestros para recibirlos con tanto brío como antes? ¿No oís los gritos de los que han sobrevivido al último combate? ¿No oís las voces de esa noble juventud? Gabriel, Vd., caballero, cualquiera que sea, ¿habéis visto a las mujeres? ¿Darán lección de valor esas heroicas hembras a los varones que huyen de la honrosa lucha?
Al decir esto, el buen sacerdote, con una alteración que hasta entonces jamás había advertido en él, se asomaba al balcón, retrocedía con espanto, volvía los ojos a la imagen de la Virgen, luego a nosotros, y tan pronto hablaba consigo mismo como con los demás.
-Si yo tuviera quince años, Gabriel -continuó- si yo tuviera tu edad... Francamente, hijos míos, yo tengo muchísimo miedo. En mi vida había visto una guerra, ni oído jamás el estruendo de los mortíferos cañones; pero lo que es ahora cogería un fusil, sí señores, lo cogería... ¿No veis que va escaseando la gente? ¿No veis cómo los barre la metralla?... Mirad aquellas mujeres que con sus brazos despedazados empujan uno de nuestros cañones -270- hasta embocarle en esta calle. Mirad aquel montón de cadáveres del cual sale una mano increpando con terrible gesto a los enemigos. Parece que hasta los muertos hablan, lanzando de sus bocas exclamaciones furiosas... ¡Oh!, yo tiemblo, sostenedme; no, dejadme tomar un fusil, lo tomaré yo. Gabriel, caballero, y tú también, Inés; vamos todos a la calle, a la calle. ¿Oís? Aquí llegan las vociferaciones de los franceses. Su artillería avanza. ¡Ah!, perros: todavía somos suficientes, aunque pocos. ¿Queréis a España, queréis este suelo? ¿Queréis nuestras casas, nuestras iglesias, nuestros reyes, nuestros santos? Pues ahí está, ahí está dentro de esos cañones lo que queréis. Acercaos... ¡Ah! Aquellos hombres que hacían fuego desde la tapia han perecido todos. No importa. Cada muerto no significa más sino que un fusil cambia de mano, porque antes de que pierda el calor de los dedos heridos que lo sueltan, otros lo agarran... Mirad: el oficial que los manda parece contrariado, mira hacia el interior del parque y se lleva la mano a la cabeza con ademán de desesperación. Es que les faltan balas, les falta metralla. Pero ahora sale el otro con una cesta de piedras... sí... son piedras de chispa. Cargan con ellas, hacen fuego... ¡Oh!, que vengan, que vengan ahora. ¡Miserables! España tiene todavía piedras en sus calles para acabar con vosotros... Pero ¡ay!, los franceses parece que están cerca. Mueren muchos de los nuestros. -271- Desde los balcones se hace mucho fuego; mas esto no basta. Si yo tuviera veinte años... Si yo tuviera veinte años, tendría el valor que ahora me falta, y me lanzaría en medio del combate, y a palos, sí señores, a palos, acabaría con todos esos franceses. Ahora mismo, con mis sesenta años... Gabriel, ¿sabes tú lo que es el deber? ¿Sabes tú lo que es el honor? Pues para que lo sepas, oye: Yo que soy un viejo inútil, yo que nunca he visto un combate, yo que jamás he disparado un tiro, yo que en mi vida he peleado con nadie, yo que no puedo ver matar un pollo, yo que nunca he tenido valor para matar un gusanito, yo que siempre he tenido miedo a todo, yo que ahora tiemblo como una liebre y a cada tiro que oigo parece que entrego el alma al Señor, voy a bajar al instante a la calle, no con armas, porque armas no me corresponden, sino para alentar a esos valientes, diciéndoles en castellano aquello de Dulce et decorum est pro patria mori!
Estas palabras, dichas con un entusiasmo que el anciano no había manifestado ante mí sino muy pocas veces, y siempre desde el púlpito, me enardeció de tal modo que me avergoncé de reconocerme cobarde espectador de aquella heroica lucha sin disparar un tiro, ni lanzar una piedra en defensa de los míos. A no contenerme la presencia de Inés, ni un instante habría yo permanecido en aquella situación. Después cuando vi al buen anciano precipitarse fuera de la -272- casa, dichas sus últimas palabras, miedo y amor se oscurecieron en mí ante una grande, una repentina iluminación de entusiasmo, de esas que rarísimas veces, pero con fuerza poderosa, nos arrastran a las grandes acciones.
Inés hizo un movimiento como para detenerme pero sin duda su admirable buen sentido comprendió cuánto habría desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo ahogando todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era completamente extraño a la situación que nos encontrábamos, y no parecía tener ojos ni oídos más que para espectáculos y voces de su propia alma, se adelantó hacia Inés con ademán embarazoso, y le dijo:
-Pero Gabriel la habrá enterado a Vd. de todo. ¿La he ofendido a Vd. en algo? Bien habrá comprendido Vd...
-Este caballero -dijo Inés- está muerto de miedo, y no se moverá de aquí. ¿Quiere Vd. esconderse en la cocina?
-¡Miedo! ¡Que yo tengo miedo! -exclamó el mancebo con un repentino arrebato que le puso encendido como la grana-. ¿A dónde vas, Gabriel?
-A la calle -respondí saliendo-. A pelear por España. Yo no tengo miedo.
-Ni yo, ni yo tampoco -afirmó resuelta, furiosamente Juan de Dios corriendo detrás de mí.